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WAY OF SAMURAI

Japón

UNA NAVIDAD A LA JAPONESA

Teniendo en cuenta que Japón es un país con una mayoría de creyentes budistas o shintoistas es curioso que celebren en las islas la Navidad, una fiesta a todas luces cristianas, comunidad que no representa ni el 1% de su población. Pero si algo ha exportado Japón de la cultura occidental es su desmesurado consumismo y los occidentales tenemos en la Navidad nuestro máximo exponente consumista.

 

Los japoneses han convertido estos días de Navidad en una nueva fiesta de enamorados. En San Valentín se regalan chocolate, pero es el 24 de diciembre cuando te toca sacar a pasear a tu pareja. Las parejas de novios se encuentran y se intercambian regalos, es de sobra conocida la imposibilidad de encontrar mesa en un restaurante en ese día y si tenemos que dormir en un hotel también tendremos problemas, sobretodo si es habitación doble (los mal pensados están acertando en estos momentos, sí, sí, la noche es movidita). Se ha creado la leyenda de que si un/a enamorado/a se declara a su pareja en ese día, la relación irá maravillosamente bien y serán felices para siempre. Y quién no tenga pareja... ayyy, mala suerte para el resto del año. Así que las semanas previas a Nochebuena se convierten en una cacería comandada por mujeres, con el único fin de cumplir con los rituales de la noche del 24.

 

Allí no tienen a Papa Noel, aunque puedes ver figuras a la venta en cualquier tienda y tienen sus árboles para decorarlos igualmente, pero su lugar lo ocupa Hoteiosho una divinidad de aspecto tranquilo que posee ojos detrás de la cabeza y que puede ver que niños han sido bueno y que niños han sido malos.

 

Otro de los inventos navideños japoneses es un pastel de navidad. De merengue blanco, fresas rojas, y con un Merry Christmas escrito. Nada del otro mundo, pero que es casi un símbolo.

 

Otra cosa es la Nochevieja. El último día del año en Japón comienzan los ritos para atraer la suerte y la fortuna, y por eso todos se dedican al difícil arte de la limpieza. Limpian y relimpian para que los espíritus huelan a limón al hacer acto de presencia con el nuevo año. Mientras esperan, se comen el "toshi-koshi-soba ", unos fideos largos. Hay que tener en cuenta que todo lo que se come o bebe por estas fechas simboliza algo bueno, en el caso de los soba les asegura una vida larga.
En cuanto dan las doce, los templos budistas hacen sonar sus campanas 108 veces, el mismo numero de pecados que afligen a los humanos según las creencias budistas. Si queremos, podemos ir al templo directamente para hacer repicar la campana nosotros mismos, pues es el público quien se encarga de hacerlo, bajo la supervisión de los monjes que cuentan las campanadas. No sabemos si emplearán para tal efecto el antiguo truco de tachar palitos de tiza en la pared o tendrán una calculadora último modelo que dice no sólo el número de campanadas, sino también la velocidad y el nombre del que la está haciendo sonar. Todo es posible.
Y una costumbre peculiar que no estaría mal probar a partir de ahora en nuestras ciudades, es la de permanecer despiertos en la nochevieja para poder juntos contemplar el primer amanecer del año. Bonito, ¿no?

La tortuga del pescador Urashima y su visita al fondo del mar

La tortuga del pescador Urashima y su visita al fondo del mar Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima.

Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vió a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo, hubieran acabado por matarla, y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos, pensó dejarla en libertad, y para ello fué hacea la playa. Una vez allí, la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vió cómo la tortuga se alejaba poco a poco, y cuando la perdió de vista, Urashima regresó a su casa. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos.

Transcurrió algún tiempo desde aquel día. Una mañana, el muchacho se fué a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, montó en ella y remó hacia dentro. Llevaba largo rato remando y perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red, y cuando tiró para sacarla hacia fuera, notó que le pesaba más que de costumbre. Logró subirla, y con gran sorpresa vió que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó en el mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso. Juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerís. Hacia los asombrados ojos de Urashima avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué había de saberlo? No debía importarle. La vida en aquel lugar maravilloso le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante.

Pero sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada logró. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, prometió volverle a la aldea, y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamiento se internó en el mar.

Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo; después recorrió la playa. De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar; le parecía que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. Qué lejos todo aquello! Entonces encaminó sus pasos hacia su casa; pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontraba completamente cambiada: no la reconocía. Las casas eran más grandes; tejados de pizarra habían sustituido a los que él vió de paja. La gente se vestía con vistosos quimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo; estaba seguro. La misma playa, las mismasmontañas. Sólo las casas y la gente habían cambiado.

Entonces decidióo preguntar a unos muchachos en dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle; no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo igual pregunta al dueño; pero le dijo lo mismo que los chicos: nunca había oído hablar de tal pescador, y eso que creía conocer a todo el pueblo. En esto acertó a pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia. Era conocido por saber mil historietas antiguas del pueblo y conocer las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él, por indicacion del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó; se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato dijo que casi lo había olvidado, porque habían pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo decian que un día salió a pescar, y a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años.

No supo qué hacer; se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era absolutamente extraño. Entonces se dirigió a la playa; puesto que había perdido a sus padres, volvería con la princesa Otohime. Pero ¿Cómo llegar a ella? En su precipitación por ver a sus padres, olvidó, cuando se despidieron, preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. De pronto, recordó la cajita que tenía entre sus manos; se olvidó de que no debía abrirla, y pensó que, haciéndolo, quizá pudiera ir junto a Otohime.

Desató sus cordones y la destapó. Al instante salió de ella una nubecilla que se fué elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa; su atolondramiento le había perdido. Ya no volvería a verla. De pronto sintió que sus fuerzas le abandonaban, sus cabellos encanecían, innumerables arrugas surcaron su piel; su corazón cesó de latir, y, al fin, cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. era Urashima que había muerto de viejo.

Todavía hoy algunos pescadores de ciertos pueblos del Japón cuentan a sus hijos, para que no sean distraídos, la leyenda del pescador Urashima.

La leyenda de Momotaro

La leyenda de Momotaro Hace mucho, mucho tiempo vivían en Japón una pareja de ancianos. Un buen día el anciano se fue al monte a cortar leña y la viejita fue al río a lavar la ropa.
Mientras estaba realizando su tarea la anciana vio como flotaba por el río un gran melocotón, al verlo la anciana decidió llevárselo a casa para enseñárselo a su marido.
Llegada la noche su marido regresó y, al ver el melocotón, exclamó: '¡Oh, Dios mío, qué cosa más grande!'
Cuando la mujer se disponía a partir el melocotón, este se abrió en dos partes y de el surgió un niño y ya que había nacido de un melocotón la pareja decidió llamarlo Momotaro.
Con el paso de los años Momotaro se convirtió en un hombre fuerte y diestro en las artes marciales. Un buen día llegaron a su pueblo noticias de que un ogro robaba cosas a la gente. El bueno de Momotaro decidió acabar con esa amenaza y partió hacia la isla de ogro cargado con las provisiones que su anciana madre le había preparado.
Durante el camino Momotaro fue alcanzado por un perro:
'Señor Momotaro -le dijo el perro- ¿podría darme una de sus empanadas?'.
A lo que él contesto “te la daré si prometes acompañarme a luchar contra el ogro”
El perro pues decidió comer una y convertirse así en sirviente de Momotaro.
Ambos prosiguieron el camino hasta que tropezaron con un mono.
El mono hambriento le pidió otra de sus empanadillas a Momotaro a lo que él contesto con la misma condición que al perro y al ser afirmativa la respuesta del mono la pareja se convirtió en un trío.
Esta vez los tres se encontraron con un faisán y como los otros el faisán se hizo sirviento de Momotaro y todos ellos llegaron hasta el mar.
Una vez allí tomaron un bote y fueron hasta la isla del ogro. Al llegar allí se toparon con un gran castillo, custodiado por una gran puerta. El faisán decidió volar para echar un vistazo y tras él el mono escalo la puerta y la abrió desde dentro. Al oír la puerta abrirse el ogro salió disparado hacia ellos blandiendo su enorme garrote.
Pero el perro le mordió en una pierna.
El mono arañó su rostro.
El faisán le picoteó los ojos.
Y, al fin, el ogro se rindió.
'Señor Momotaro -le suplicó el ogro- Nunca más volveré a hacer nada malo. Por favor, perdóneme'.
Momotaro decidió perdonarle y ambos se hicieron amigos.
Momotaro, el perro, el mono y el faisán partieron para su hogar con un montón de tesoros.
Con los tesoros restantes los ancianos padres de Momotaro y Momotaro tuvieron una vida feliz.